Escribe: Miroslav Niemój
En ellas se funde la carta de las enamoradas, dos mujercitas aburridas, ya cansadas de un mundo que apenas comienza para ellas, concuerdan en que no le deben virtud ni mesura a un mundo que se desborda en vicio y perversión. Su único remedio contra el tedio de una vida que les ofrece pocas opciones es el asegurarse de una vida aún más miserable, porque lo único intolerable es estar aburridas.
Este pacto divino entre las amigas las devuelve al Edén, donde danzan felices alrededor del árbol de las delicias, rebosante de frutos. Están solas, en este jardín no hay un Adán, porque no son costilla de nadie. El hombre no solo no es su contraparte exacta, no es nada. El complemento de la mujer es solo otra mujer “peor”. Solo otra igual que ella podría comprender por qué es necesario empujarse al límite de su propio espíritu y moral para poder ver la vida desde un precipicio plagado de flores.
Luego de su celestial ascenso, bajan a la tierra que también rebosa de alimento, de placer y gozo, pero que no es otorgado gratuitamente. No, en este plano la moneda de cambio es el truco y el engaño. En ellas se funde la carta del tonto, porque creyeron el mundo era terreno plano, y es aquí donde se embarcan en la espiral descendente de su desfachatez y consecuencias.
En un mundo donde “nada sabe mejor que ser delgada” y el primer pecado de la mujer es comer. Ellas han elegido comerse el mundo hasta el hastío, comer con las manos y los pies. Engordarse en placeres y travesuras sólo para descubrir lo que es el empacho. En ellas se funde la carta de la torre. Pero también se funde sobre el mundo entero.